© 2023 El Meridiano.
Compartir con:
Por: Roberto Samur Esguerra.
Cuando el loquito del pueblo oyó decir que al desaparecer el virus chino, habría cambios profundos en nuestro comportamiento social, de inmediato intuyó que el único loco no era él. Y cuando supo que otros pensaban que todo seguirá igual, entonces ya no supo dónde estaba la verdad o esa razón de la que se ufanan los que se creen cuerdos, si por su experiencia andariega conocía que el ser humano, por más propósito de enmienda y mejoramiento espiritual que ofrezca bajo la presión del miedo, siempre actuará como el ateo que se persigna y se encomienda a Dios, antes de subirse al avión.
Lo que el loquito oía, eran asuntos menores propios del terruño, como saber si cesarán esos festejos que se realizan en todos los estratos, pues en todos hay quienes empeñan sus bienes por causas menores de un cumpleaños, un bautismo, un grado o un matrimonio; si se cancelarán las bullangas, con las que dicen celebrar las festividades en todos los pueblos y ciudades del país; si volverán las amenas tertulias, la penumbra de los cines para las parejas de enamorados, los payasos del circo o la ciudad de hierro con sus caballitos de yeso; las peregrinaciones a los santuarios milagrosos para agradecer el favor recibido o para pedirlo; las serenatas frente al balcón y el corazón abiertos de la mujer amada; la histeria colectiva en los frívolos ‘conciertos’ vallenatos; las caravanas para oír porros en la alborada de Pelayo; los montepíos, para rescatar los chécheres empeñados, así como, al fin, quedó la guitarra serenatera de Camilo.
No queda claro si los niños invocarán a san Lorenzo para elevar sus barriletes; si jugarán a los vaqueros en caballitos de palo bajo las lluvias de enero o tomarán su primera y última comunión con recogimiento ensayado. Como tampoco está, si algún día, alguien con memoria les dirá a sus nietos cuándo fue la última vez que asistió a un fandango, si ya no son parte de las decadentes fiestas de toros, esas que ahora se hacen en despoblado, especialmente para foráneos, una semana después de otra de jolgorios y desfiles que paralizan media ciudad.
Cuando el loquito del pueblo oyó decir que las cárceles solo quedarían para pasar la noche; que de ahora en más el alcalde o el concejal será el que resuelva a quién se puede atender en los consultorios y hospitales; que las leyes no se harán en el Congreso, sino gritando en las calles; que la protesta social se devolvía a su otrora promotor, y que la justicia seguiría cerrada, ahora sin disimulo, entonces comenzó a pregonar que no había respuestas para nada de eso, porque ya nadie con suficiente juicio, quedaría para intentarlas. Fue cuando recobró su perdida cordura, para comprobar que la pandemia no cambió nada, si todo volvió a ser el mismo disparate.