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Por: Raymond Gomes-Cásseres.
Colosó es uno de los 26 municipios del Departamento de Sucre. Es conocido por la belleza de sus arroyos, saltos y pozas y por ser en el ayer emporio tabacalero que atrajo a prestigiosas familias de Sincelejo y de la región. Por su ubicación en los Montes de María, montañas pertenecientes a la Serranía de San Jerónimo, fue asiento, durante varias décadas, de grupos guerrilleros que impusieron la violencia en su cabecera municipal. En mi próximo libro titulado “Entre el amor pasional y el amor romántico” le rindo un homenaje al escogerlo como uno de los escenarios donde se desarrolla la novela.
“Ricaurte, la población de dónde provenía Anaïs López, había sido levantada inicialmente por los indígenas Zenués, sobre los cerros más altos de los Montes de María, en la región, pero en la conquista los españoles la reubicaron un poco más abajo, en unas terrazas de distintos niveles, en donde obligaron a sus pobladores a reconstruir sus casas con los diseños característicos de los ibéricos, grandes ventanales y balcones llamativos. La mayoría de estas casas están construidas con madera. Las de dos pisos se diferencian de las de un piso solo por un acogedor balcón que es utilizado por sus ocupantes para disfrutar de la brisa de los atardeceres..
Desde entonces el poblado definió su vocación turística, pues por sus desniveles y casas de madera, parece un pesebre sacado de un cuento de hadas. Como si la belleza de estas casas no fuera suficiente, la naturaleza la adornó con varios arroyos que al descender de las vecinas montañas forman hermosas cascadas de aguas cristalinas, llamadas saltos por los nativos, y una serie de pozas, que se deslizan lentamente al pasar por las goteras de la población. Por todas estas bellezas, la población se convirtió en destino obligado de los amantes del turismo ecológico, y por la riqueza de sus suelos, que le dieron una actividad agrícola próspera, y por ser una zona montañosa, la guerrilla se estableció en sus alrededores. Y con ella vinieron los paramilitares. Ricaurte se convirtió en un escenario de guerra. Cada día aparecía un muerto. Y empezó el éxodo. De 10.000 habitantes que tenía pasó a 5.000. El temor, sobre todo en las noches, se transformaba en pánico en las personas que se quedaron porque no tenían donde ir. Poco a poco fueron perdiendo la sensibilidad de escuchar los familiares sonidos de las montañas vecinas. Parecían haberse esfumado los gritos de los monos aulladores, el golpe del agua al caer en las cascadas, el run run del viento al mecer la vegetación, el tototú del carpintero, el llanto de los caracolíes, la risa de los arizales. Una obscuridad y un silencio sepulcral invadían las casas desde las 6 de la tarde, pues la guerrilla les había pedido a todos los habitantes apagar las luces y mantenerse en sus casas a partir de esa hora. Era la ley del mechón.
Se obedecía sin atenuantes, más cuando se escuchaba el rumor de que algo malo iba a pasar en el pueblo. Y el presagio se cumplió un día de enero del 2001. Lo sucedido esa noche se lo contó Anaïs a Ramón, trece años después, cuando departían en un Estadero. “Esa noche de la masacre – le dijo con voz entrecortada -una luna grande y redonda trataba de ocultarse detrás de los cerros tutelares de Ricaurte como si presintiera lo que iba a suceder. Yo nunca imaginé que en una noche tan bella iba a presenciar esos actos que desdicen de nuestra condición de seres humanos”.