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Palabras del doctor Álvaro Bustos González, Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad del Sinú, el 27 de febrero de 2024 en el auditorio de la Academia Nacional de Medicina.
Doctor Hugo Sotomayor Tribín, presidente de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina, y demás miembros de la junta directiva.
Doctores Eugenia, Héctor y Bernardo Espinosa García. Invitados especiales.
Pocos honores he tenido en mi vida. Hoy, por esas cosas del destino, me hallo en este auditorio (César Augusto Pantoja) que comparten la Academia Nacional de Medicina y la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina, un recinto que está presidido por las imágenes vigilantes de unos hombres excepcionales que se constituyeron en hitos vivientes de nuestra profesión.
Por aquí han pasado, dejando una estela inconfundible, aquellos médicos que han merecido la exaltación de sus colegas y el reconocimiento de la historia por la magnificencia de sus empeños profesionales y de sus obras. Aquí la medicina, como un humanismo y como una disciplina que se nutre de diversas ciencias, ha adquirido, con el paso de los años, la dimensión inequívoca de una actividad que sólo existe para hacer el bien. El principio de beneficencia es su insignia. Quienes la han encarnado virtuosamente, y quienes en este lugar han demostrado sabiduría y una trayectoria impecable de servicio a sus semejantes, ya quedaron inscritos para siempre en la memoria de quienes todavía vivimos para atestiguar, con nuestra obediencia a su legado, la razón de ser de quienes le hicieron honor a esa misteriosa relación entre una confianza y una conciencia, que era como denominaba el acto médico el doctor Ignacio Chávez en México.
Pero la historia que hoy vamos a comentar no es la de la medicina como una más de las actividades humanas que propician el bienestar de nuestros semejantes. Estamos aquí para darles la bienvenida a los hermanos Espinosa García, Eugenia, Héctor y Bernardo, quienes, de la mano de un recuento pormenorizado de la labor de su padre, el ilustre Héctor Espinosa Vellojín, conocido familiarmente como el Kaiser, al frente del laboratorio clínico que fundó en Cereté a mediados del siglo pasado, ingresan hoy colmados de méritos a la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina.
No se crea que en la formación del Kaiser Espinosa primaron exclusivamente los aspectos disciplinares de su profesión. Él, como ya lo han oído, combinaba la solvencia de su actividad en el laboratorio con las humanidades y algunos conceptos médicos adquiridos durante sus estudios universitarios. Yo deduzco que en su caso se veía compelido, de cuando en cuando, a hacer correlaciones diagnósticas en pro de las necesidades del enfermo y del esclarecimiento de sus incertidumbres, adelantándose en la práctica (es una mera hipótesis) a eso que hoy se conoce como la doble titulación, porque en su época se podían alcanzar, junto con las destrezas del laboratorio clínico, algunos conocimientos de medicina interna. Sus hijos, de otro lado, tampoco son especialistas puros. Al igual que su padre, ellos han cultivado el amor por la cultura. Parecería que en esta estirpe se siguiera el apotegma de Terencio, el poeta romano de la antigüedad, quien afirmaba que, siendo hombre, nada de lo humano le era ajeno.
Dos hechos azuzan ahora mis recuerdos. Al igual que el Kaiser y sus hijos médicos, yo también fui discípulo en el anfiteatro y en los torreones de la Universidad Javeriana del doctor Carlos Márquez Villegas, un hombre bondadoso que era un ejemplo de lucidez y entereza al frente de su cátedra de anatomía, y la circunstancia terrible de El Bogotazo, la destrucción minuciosa de esta ciudad por las exaltadas turbas que vengaron así el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, que determinó el viaje del Kaiser a Cereté en 1.948 para comenzar allá a sentar las bases de una obra sin duda histórica, plagada de aciertos y propósitos ejemplarizantes, que hoy se prolonga a la sombra de Bernardo, su hijo menor, quien, en la compañía de su esposa Martha Sandoval y de sus hijas María Alejandra y Adriana, mantiene viva la herencia del padre y abuelo, con el ingrediente adicional de la anatomía patológica, ejercida con un alto grado de pericia por parte de María Alejandra.
¡Cómo cambian los tiempos! Aquella prueba de embarazo de Galli Mainini, que se practicaba inoculando la orina de la gestante en el cuerpo de unos sapos que los hermanos recogían a las orillas del caño Bugre, en Cereté, hoy no hubiera sido posible. El animalismo lo hubiera impedido. Los batracios de nuestros días no habrían conocido jamás la eyaculación instigada por la gonadotropina coriónica existente en la orina de la mujer preñada. Ni qué decir de la abnegada aventura, asumida por el Kaiser, de trasladarse en un bote por el río Sinú a tomar muestras en Montería, a 17 kilómetros de Cereté, para procesarlas en su laboratorio sin haber sucumbido al calor y los riesgos, siempre latentes, de un caudal manso en apariencia, pero traicionero en el fondo por sus turbulencias escondidas y remolinos inesperados. Afortunadamente el “Raspacanoas”, un pececillo con aspecto de bagre minúsculo, horadó la proa, la popa y los costados de la bienhechora embarcación, acelerando su venta y su futuro naufragio en aguas lejanas, por los lados de las Islas del Rosario, cerca de Cartagena.
A estas alturas de estas memoranzas es necesario fijar la mirada en un hecho crucial que marcó al Kaiser y a su descendencia, y es el espíritu de vanguardia que los caracteriza. En un recatado silencio, ajeno a cualquier forma de la vanidad, todos han cultivado el noble afán de “estar al día”. Bien en la neurología infantil de Eugenia, en las imágenes diagnósticas de Héctor y en las delicadas pruebas inmunoquímicas y bacteriológicas de Bernardo, la premisa fundamental de la familia ha sido la de obtener nuevas informaciones y nuevos conocimientos sin perder de vista la ecuanimidad que confiere la experiencia y el sentido crítico que emana del contacto con la ciencia.
En este contexto, baste evocar la influencia terminante del Kaiser para que el Hospital San Diego, de Cereté, en su momento, se convirtiera en un puntal de las prácticas médicas en nuestra región, y para que, con los métodos microbiológicos de entonces, cuando todavía no se hablaba de rotavirus y otros enteropatógenos hoy habituales, en 1.967, durante el VIII Congreso Colombiano de Pediatría que se realizó en el teatro Pablo Tobón Uribe, de Medellín, se hubiera presentado, por parte de dos pediatras de la tierra, un estudio sobre etiología bacteriana de las diarreas en el lactante, que arrojó los siguientes resultados: 10.8% de Shigella, 8.5% de ECEP y 5.4% de Salmonella.
Al Kaiser yo no lo conocí a fondo, pero sé que tuvo un carácter severo y una personalidad rigurosa. La pedagogía posmoderna, imbuida por la hipertrofia de los derechos sin una plena observancia de los deberes, nos ha producido una generación frágil, poco amiga de los esfuerzos meritorios, y por tanto satisfacible con pocas cosas. Aquel sentido vocacional que hacía de la disciplina un valor superior al talento se ha perdido, y por eso las exigencias académicas han caído en desuso, prefiriéndose el acompañamiento psicológico para el que no rinde en la escuela o en la universidad a la reprensión y el castigo tradicionales que hacían reflexionar a los jóvenes y los motivaba a encauzar su vida por una senda de mayores y más complejos ideales. Es posible que el Kaiser se hubiera excedido en sus exigencias formativas en algún momento, pero no me cabe duda de que lo hacía con un infinito amor por su descendencia, de la que siempre esperaba lo mejor.
Pues aquí está, muchos años después, en esta noche de ventisca, esa descendencia, ya madura, con una admirable vida profesional a cuestas, recibiendo el aplauso y la venia de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina. Ellos hacen parte de la leyenda viva de su padre, quien engalanó, con su incansable tenacidad y su inveterado ánimo de servicio, la práctica diagnóstica en el laboratorio clínico, una actividad imprescindible para el ejercicio feliz de la medicina.
Muchas gracias.