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Por Bibiana María Guerra De Los Ríos
Ahora entiendo por qué los Centros Felicidad (CEFE) llevan ese nombre. El año pasado, recién inaugurado el CEFE de Chapinero, escribí sobre él. Sin embargo, mi análisis quedó corto. Solo ahora, después de recorrer otros centros en el sur y el noroccidente de Bogotá, comprendo su verdadera dimensión y el impacto que tienen en la comunidad y el bienestar social. Los CEFEs Tunal, San Cristóbal, Fontanar del Río y Cometas son impresionantes, no solo por su tamaño, sino también por su ubicación estratégica dentro de grandes parques de la ciudad. La vista desde allí es simplemente espectacular.
Me preguntaba, y otros también lo hacían, ¿Por qué se llaman Centros de Felicidad? ¿Acaso uno se vuelve más feliz al estar allí? La respuesta es un rotundo sí. Estas instalaciones, diseñadas por grandes firmas de arquitectura con altísima calidad, invitan a ser usadas y “vividas” con frecuencia. Basta con ver estas imponentes edificaciones para sentir que los ojos se iluminan de alegría. Es reconfortante saber que nuestros impuestos se destinan a este tipo de inversiones públicas; realmente dan ganas de seguir contribuyendo sin objeción alguna.
Son centros de felicidad porque, por un momento, los usuarios se olvidan de la rutina y de los quehaceres diarios. Se sienten felices al disfrutar de espacios agradables, limpios y visualmente atractivos donde pueden practicar sus hobbies y recrearse. Qué felicidad escuchar que, gracias a estos centros, han surgido deportistas que han ganado medallas y premios en competencias internacionales. Qué felicidad ver que las cosas funcionan. Y qué felicidad saber que personas de todos los estratos tienen acceso a espacios y servicios de esta calidad.
Sin embargo, a mi juicio, hay dos grandes barreras que limitan el reconocimiento y el valor que estos equipamientos sociales merecen. La primera es la falta de socialización de su existencia. Me atrevería a decir que el 95% de las actividades que se ofrecen en estos centros son gratuitas, previa inscripción. Esto significa que están al alcance de cualquiera, pero muchos no lo saben. Atado a este punto está la segunda preocupación: la sostenibilidad financiera. Es crucial explorar alianzas público-privadas y colaboraciones con la academia para garantizar la continuidad de estos espacios. Aunque son infraestructuras públicas, su operación conlleva costos, y hay tanto por hacer que no se puede depender exclusivamente de lo público y gratuito. Ser un buen ciudadano implica no solo exigir derechos, sino también asumir deberes. Adicionalmente, hay que revisar otros temas de programación, costos, horarios, etc., que mejorarían sustancialmente la experiencia de estos centros.
Debo confesar que terminé mi recorrido gratamente sorprendido. Viviendo en la misma ciudad, muchas veces no somos conscientes de lo que tenemos. Culpar a otros cuando las cosas no funcionan es fácil, pero esta política está funcionando. Lo que necesitamos es visibilizarla, aprovecharla y entender que su éxito depende, más que de los políticos, de nosotros mismos.